domingo, 4 de enero de 2009

¿Premiar es mejor que castigar?

Cuando un bebé o un niño o un adolescente hace una barrabasada, se plantean varios problemas: primero, contener el enfado que produce –o debiera producir– un ser malcriado en los demás. Me refiero a los gritos o a haber derramado la papilla sobre la falda de la vecina o a haber tirado del mantel de la mesa, con los efectos nefastos que pueden imaginarse.


Contenerse no es lo más trascendental, pero es lo primero que importa si se quiere abordar el siguiente paso: ignorar la mala conducta del bebé, del niño o del joven o, por el contrario, castigarla.


En diversos experimentos efectuados hemos descubierto que la solución es distinta en el caso de los niños que en el de los jóvenes o adolescentes. Aunque cueste creerlo, resulta que los primeros reaccionan mejor ante las recompensas que ante las medidas disciplinarias. ¡Atención, mamás y papás y, sobre todo, abuelos! Es mejor ignorar las ‘maldades’ de los niños y bebés para centrarse en recompensarlos cuando hacen las cosas bien.


La situación es totalmente distinta cuando se trata de adolescentes. Tanto ante sus canalladas como ante las faltas leves, es más eficaz aplicar una medida disciplinaria cuando se equivocan que premiarlos cuando aciertan. ¿Cómo es posible esta diferencia en los mecanismos cerebrales marcada, simplemente, por la edad? La verdad es que no lo sabemos todavía. No conocemos en detalle los cambios que se han producido en los circuitos cerebrales del niño que llega a la pubertad. Pero tenemos otro tipo de explicación que puede dejarnos menos desconcertados. ¿Cuál sería la razón de este comportamiento diferenciado?


No hace mucho tiempo que hemos descubierto que suministrar disciplina supone una cierta dosis de inteligencia. Reaccionar irasciblemente sin otro propósito que dar rienda suelta al enfado no exige gran cosa. Tomar nota, en cambio, de la agresión y maquinar una respuesta posterior que suponga una lección para que el delincuente expíe su pecado o mejore su talante es algo muy distinto que exige grandes dosis de inteligencia. Estamos hablando de niveles de inteligencia que, tal vez, se den únicamente en los adolescentes y todavía no en los niños. Parecería lógico que si nos adentramos en los dominios de la inteligencia cognitiva, los mayores sean algo más sofisticados que los adolescentes y éstos, que los niños.


Existen otras maneras más simples de explicar las diferencias en la eficacia de la recompensa y el castigo según las edades. Es mucho más complicado cambiar de proceder a raíz de haberse equivocado que repetir, simplemente, las decisiones acertadas cuando se te dice que lo has hecho muy bien y te recompensan por ello.


Aprender de los propios errores es mucho más engorroso y difícil que repetir una decisión por la que, además, te recompensan. Siempre estamos dispuestos a admitir que deberíamos aprender de nuestros propios errores, pero difícilmente estamos dispuestos a admitir que nos hemos equivocado.


Parece lógico que a un niño le cueste más que a un joven aprender de sus propios errores y, por lo tanto, muy posiblemente, tengan razón aquellos lectores que recompensan más a sus hijos o nietos de lo que los castigan cuando no hayan iniciado todavía la adolescencia.


A mí lo que me sigue maravillando es que hasta hace muy poco tiempo no sabíamos nada de nada de lo que nos estaba pasando a nosotros por dentro, y mucho menos a nuestros hijos y nietos. Ya era hora de que las mujeres y los hombres de la calle recibieran pautas sobre temas que para ellos y para la sociedad son trascendentales. La única excusa que tenían los que debían habernos dado esas pautas es que ellos tampoco lo sabían, aunque creían saberlo.

Eduardo Punset

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