- • La justicia les dio la razón tras 10 años de batalla con una multinacional
"Yo había sido alcalde de mi pueblo, después fui elegido en el Parlamento provincial y llegué a consejero federal. En fin, creía haber trabajado siempre legalmente y haber logrado cierto prestigio como agricultor". Percy Schmeiser es alto y habla con una serenidad que expresa convicción y determinación. Ha vivido más de 10 años de un infierno que en estos días ha relatado en Roma, porque él y su esposa, Louise, se han erigido en símbolo mundial de los desbarajustes agrícolas, ambientales y sociales a los que llevan los transgénicos.
Percy reproducía semillas tradicionales en el oeste de Canadá, como hicieron su abuelo y su padre, y vio que en sus campos crecían unas plantas de colza que no había sembrado. Pensó que quizá las abejas o el viento habían traído los pólenes. Pero llegaron los inspectores de la multinacional semillera de EEUU Monsanto. "Estas plantas proceden de una patente nuestra. Usted no puede cultivarlas", le dijeron más o menos. En los años siguientes, Percy y Louise aprendieron muchas cosas. "Con nuestras plantas en sus campos, no pueden seguir cultivando sus semillas", añadieron los inspectores. Monsanto les demandó, en el primer proceso del mundo sobre la propiedad de un transgénico.
Los Schmeiser perdieron y Monsanto pidió un millón de dólares (783.000 euros) por robo de patente. Un tribunal federal confirmó el fallo, pero el Supremo les absolvió y condenó a la empresa a pagar las costas. Los Schmeiser habían cambiado de estrategia: "¿Puede patentarse algo que impide a los agricultores ejercer el derecho a sembrar sus semillas?".
En los procesos afloraron aspectos poco conocidos. Una semilla patentada que aparezca a 100 kilómetros de donde se sembró sigue siendo propiedad de su titular. Aunque haya contaminado plantas tradicionales y aunque la contaminación sea solo del 0,5%. "¿Quién tiene que pagar? Monsanto quería que lo hiciéramos nosotros y que no hablá- ramos con los agricultores vecinos ni con la prensa. Decidimos no ceder", explica Percy.
Los Schmeiser hablaron, y revelaron la letra pequeña que los agricultores ignoraban. Quien se pasa al transgénico, explican, firma un contrato por el que renuncia a sembrar sus propias semillas, paga una licencia anual y autoriza inspecciones de la empresa. "Si tu vecino cultiva transgénicos sin permiso, o corre el rumor de que lo hace, debes denunciarle. Él sabrá que eres un chivato, por lo que se acabará la colaboración y la confianza entre agricultores. En los 90 nadie nos explicó todo esto y ahora tampoco nadie, ni los científicos, saben si se puede volver atrás". Canadá exportaba el 80% de la colza, pero ahora le cuesta venderla. Varios países europeos han prohibido los transgénicos, mientras que otros, como España, aceptan todos los que permite la UE.
Convivencia imposible
"Nos prometieron que crecería la producción, se usarían menos pesticidas, los alimentos serían más nutritivos, la agricultura más sostenible, y hasta se acabaría el hambre en el mundo. Pero al cabo de un año todo era al revés, la mitad menos de nutrición, tres veces más química...". Percy y Louise están satisfechos porque "ahora hay un precedente legal contra una patente transgénica", pero eso no evita su amargura: "Cuando introduces una semilla de estas, se acabó todo, incluso la agricultura ecológica, porque no pueden convivir con las otras, aunque estén a 100 kilómetros. Y se acabaron también la salud, la calidad medioambiental, la convivencia...".
Una de las preguntas que los Schmeiser plantearon al Supremo fue: "¿Alguien puede patentar la vida?". El caso está ahora en manos del Parlamento de Canadá. Y a los agricultores de Italia, el país más rico en biodiversidad de Europa, Percy les ha dicho: "Si queréis mantenerla, seguid prohibiendo el cultivo de transgénicos".
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