Casi 50 años después de que el Dalai Lama se viera obligado al exilio por la ocupación china del Tíbet, Lhasa se despertó una mañana cansada de aguantar tanta rabia, tanta humillación. Era el resultado de cinco décadas en las que Pekín ha impuesto sus costumbres, quebrando con su presencia y propaganda cualquier tentación de revuelta entre la población y la cultura local, relegadas a un mínimo protagonismo. Pero marzo trajo, no obstante, violentas manifestaciones en la capital que en cuestión de horas se propagaron por otros núcleos urbanos de la región. En el centro de la ira, China, en todas sus manifestaciones: comercios, instituciones, policía... La represión al desafío fue brutal, tal era la obsesión por mantener el orden en un año crucial para los intereses del gran gigante asiático, que apenas meses después organizaría los JJOO. La cifra de muertos, decenas según el oficialismo, centenares en cálculos del gobierno tibetano en el exilio, se convirtió en otra batalla propagandística que empañó el fondo: el de un lugar tan cercano al cielo como a su extinción. El tiempo juega en contra del azafrán y a tenor de lo visto este año, ni la autoridad del Dalai Lama consigue que los que viven bajo el yugo del imperio acaten su llamamiento a la resistencia pacífica, al 'camino de en medio' que, en este caso, sólo parece conducir a la desaparición.
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