sábado, 25 de agosto de 2007

????????? Sin ConcienciA???


EL GUARDAESPALDAS DE HITLER ROMPE SU SILENCIO.





Rochus Misch integró durante cinco años el círculo más estrecho de Adolf Hitler. Estuvo en su cuartel general, en su refugio de Baviera y lo acompañó en su búnker de Berlín. Aún hoy lo recuerda con un afecto que pone los pelos de punta y lo sigue llamando `el jefe´. Es un testigo más que cuestionable, pero también único, del mundo de Hitler y de la agonía del Tercer Reich.



En una de las escenas finales de El hundimiento, la película de Oliver Hirschbiegel sobre los últimos días del Tercer Reich, en Berlín, de pronto, dejan de oírse las descargas de las baterías rusas. El búnker del Führer está casi desierto. Hitler se ha suicidado. Casi todo su Estado Mayor ha intentado huir del Ejército Rojo, que está a sólo dos manzanas. Cuando Joseph Goebbels y su esposa, Magda, salen al ruinoso patio de la cancillería, un joven soldado los observa dubitativo, como si esperase una orden. Ese hombre ha estado cinco años a las órdenes de Hitler: ha sido escolta, mensajero, ordenanza y, al final, telefonista del búnker. Pero ahora los teléfonos también han dejado de sonar y el hombre no sabe qué hacer. Goebbels se vuelve hacia él y dice: «Váyase, ya no lo necesito. La suerte está echada».


Ese joven soldado es Rochus Misch. Este año cumple 88 años, pero aún se mantiene en buena forma. De joven, este robusto silesio debió de ser un recluta perfecto. Primero en las SS y luego, tras ser herido en la campaña de Polonia de 1939, como escolta de Hitler.


Hoy tiene la apariencia de un soldado retirado. Pero a diferencia de Traudl Junge, la secretaria de Hitler, que abre y cierra El hundimiento con sus palabras de arrepentimiento, Misch muestra una indiferencia sobre su pasado al lado del Führer que resulta exasperante. Incluso llega a recordarlo con irritante añoranza.


Su testimonio carece de la agudeza psicológica y política que hace tan apasionantes los recuerdos del Tercer Reich de Albert Speer, pero el valor de Misch es que es uno de los pocos cercanos a Hitler que sigue vivo. Los Goebbels se suicidaron. Martin Bormann, la mano derecha del Führer, murió al intentar huir del cerco soviético. Y Traudl Junge falleció hace cuatro años aún atormentada por su pasado. Sólo queda un testigo de aquella época, Rochus Misch, tras la muerte de los dos últimos supervivientes, el barón Bernd Freytag von Loringhoven, ayuda de campo del último jefe del Estado Mayor alemán, y la enfermera Erna Flegel. Y Misch, además, es el único que formaba parte del círculo íntimo de Adolf Hitler.


Rumbo a la casa de Misch, en el sur de Berlín, Efrem, mi traductor –un alemán de origen eritreo–, me dice: «No sé cómo va a reaccionar este hombre cuando vea a un negro. Quizá siga creyendo en la superioridad aria». Yo, que soy ruso con raíces alemanas, tampoco lo sé muy bien.


Misch vive en una casa sencilla de dos plantas ubicada en una calle tranquila y arbolada. Es la misma a la que se mudó con su esposa, Gerda, en 1942. Y es la misma en la que el servidor del Führer recibió de éste una caja de champán de la cosecha del 27 como regalo de boda.


Con la voz algo cascada, Misch nos cuenta cómo, por recomendación de su antiguo jefe de división y tras ser herido en 1939, acabó trabajando a las órdenes de Hitler. Recuerda vivamente su primer encuentro con él: «Estaba en la cancillería del Reich y el ayuda de campo que se encontraba de guardia nos explicaba las normas. En eso abrió la puerta y allí estaba Hitler. Me quedé mudo. Sentí escalofríos. Para nosotros era una figura mítica. Hitler le preguntó al oficial de dónde era yo. Cuando el ayuda de campo le dijo que era de Silesia, Hitler preguntó: ‘¿Tenemos a alguien más de Silesia?’. Muy bien, pues te vamos a poner a prueba ahora mismo. Toma esta carta y entrégasela en Viena a mi hermana’». Rochus Misch se embarcó en un tren y ése fue el principio de sus cinco años de servicio.


Misch asegura que no era un nazi comprometido y que nunca fue miembro del partido. Sin embargo, parece incapaz de conciliar lo que sabe hoy del Tercer Reich con los cálidos recuerdos que guarda de Hitler. Cuando le pregunto qué piensa ahora de la época nazi, repite que nunca supo nada del holocausto ni de otros crímenes nazis y que él no cometió ninguno. Este extremo es cierto: el Centro Simon Wiesenthal de Viena juzgó innecesario investigar su expediente. Por fin, Misch admite: «No puedo relacionar los recuerdos del jefe estupendo que conocí con el monstruo que pintaron después de la guerra. Son dos imágenes que mantengo separadas». Y añade: «Desde luego que es atroz, una auténtica catástrofe. Me refiero a tantas muertes. A mí también me hicieron prisionero, fui torturado [por los rusos en 1945], y puedo imaginarme lo que sufrió esa gente».


Además, aún parece deslumbrado por la figura de Hitler y también por todos los personajes a los que tuvo oportunidad de conocer. «Yo era un hombre sencillo, por eso me emocionaba estar en ocasiones tan cerca de gente famosa: Mussolini, Leni Riefenstahl, Antonescu [el dictador rumano], Molotov…» Mussolini, recuerda, era una persona «expansiva»; Molotov, por su parte, un hombre «tranquilo y sereno».


La mayoría de sus recuerdos no son más que simples comentarios personales de importantes hechos históricos. Para Misch, el 22 de junio de 1941, el día de la invasión de la URSS, fue «un día como cualquier otro, nada especial». El 20 de julio de 1944, cuando el conde Klaus von Stauffenberg trató de matar a Hitler con una bomba en su cuartel general de Prusia oriental, Misch estaba en un tren rumbo a Berlín, donde tenía que entregar unos documentos. Le pregunto por qué, pese a su cercanía a Hitler, nunca consiguió un ascenso: «Nunca lo quise… El rango era lo de menos cuando se estaba tan cerca de Hitler. Te convertías en un miembro de la familia, y punto». Y cuando le pregunto si conserva fotos de aquellos días, Misch saca enseguida una carpeta, que me muestra encantado.


«En ésta están Speer, el arquitecto de Hitler; Eva, su esposa; el embajador Hewel, del Ministerio de Exteriores; Frau Christian, la secretaria… Y en ésta, Eva Braun con su hermana Margrete.» Hay, además, fotos de Misch en el avión de Hitler o delante del vagón restaurante del tren del Führer. Ver las fotos y oír a Misch es como asomarse a las portillas de un barco hundido. En otra foto aparecen el Führer y Eva Braun mirando unos conejos. Misch dice que su relación era muy discreta: «Ella venía a Berchtesgaden, pero en Berlín no vivía con Hitler. Sólo al final su relación se hizo pública». En efecto, el 29 de abril de 1945 Misch vio que un nervioso funcionario del registro civil entraba en el búnker para celebrar el matrimonio de Hitler y Braun.


Cuando le pregunto por El hundimiento, Misch dice entre risas que es una opereta muy americana. «¿Falsea los hechos?», le inquiero. «No, en líneas generales describe bien lo que pasó, pero los actores no paran de gritar. En el búnker se hablaba en susurros. Yo estaba en la centralita y a veces elevaba la voz a propósito, para romper ese silencio mortífero.»


El 22 de abril de 1945, tras el asalto final de las tropas soviéticas a la capital alemana, Hitler no ocultó sus sentimientos a sus subordinados. «Nos dijo que la guerra había terminado y que todo el que quisiera marcharse era libre de hacerlo.» La mayoría se fue. Misch, que se debatía entre el miedo que se había apoderado de él y su sentido del deber, permaneció allí. Incluso aunque todo estaba dispuesto para que él y su esposa fueran evacuados por aire. «Hitler fue muy serio y educado hasta el final –recuerda–. Siguió celebrando reuniones diarias, a las que cada vez acudían menos colaboradores. Hasta los últimos días confió en que las potencias occidentales se enfrentarían a los soviéticos, lo que permitiría resistir un poco más a los alemanes.»


Si algo le reprocha Misch a Hitler es que en ningún momento le diera la oportunidad de despedirse. El 30 de abril de 1945 hubo una reunión a la que asistieron Goebbels, Bormann, Heinz Linge –un ordenanza– y Otto Günsche –un asesor–. «El jefe le dijo a Linge: `No quiero morir como Mussolini [cuyo cadáver fue expuesto por los partisanos italianos en una plaza de Milán]. ¡Quemadme!´.» Tras la reunión, Hitler se encerró en su habitación. «El tiempo se detuvo en el búnker –rememora Misch–. Pasaron una o dos horas. Entonces alguien dijo: `Creo que he oído un disparo´. Linge se acercó y me apartó. No recuerdo quién abrió la puerta. Nos asomamos y vimos al Führer a tres o cuatro metros. Tenía la cabeza sobre la mesa; Eva Braun estaba a su lado, en el sofá. No había mucha sangre.»