lunes, 5 de enero de 2009

Mientras el mundo calla

Las reacciones de la comunidad internacional hacia algunas políticas inaceptables de Israel con los palestinos o con los Estados limítrofes, como fue el caso de Líbano en el verano de 2006, nunca han sido un ejemplo de claridad ni de eficacia. Pero en esta ocasión, el conflicto reviste unas especiales características que ha favorecido, más que en otros episodios del pasado, la lentitud y la tibieza en la respuesta de las principales potencias y organismos multilaterales, a comenzar por las propias Naciones Unidas.

El ideario totalitario de Hamás, así como el respaldo que recibe de Siria e Irán, ha hecho que algunos países de la región, entre los que destaca Egipto, no hayan tenido clara la elección entre aliviar el padecimiento de los habitantes de Gaza y consentir que Israel reduzca el poder de las milicias. Desde el inicio del conflicto los principales países árabes han optado por navegar entre dos aguas, intentando no dar la impresión de que abandonan a los palestinos a su suerte pero también evitando cualquier iniciativa que, por ayudarlos, pueda favorecer a Hamás. Y no sólo por Hamás, sino también por las ambiciones de sus patrocinadores.

Fuera de la región, otras potencias con cierta capacidad de influir en el desarrollo del conflicto parecen haber actuado desde la convicción de que Israel, al que le sobra la fuerza militar, tiene una perentoria necesidad de tiempo para emplearla. Es el punto más débil de la estrategia del Gobierno de Olmert, el mismo que provocó el fiasco de Líbano: la magnitud de los medios desplegados en Gaza sólo puede acabar con la completa desaparición de Hamás; cualquier otro desenlace sería equivalente a una derrota. Tiempo ha sido, precisamente, lo que le han ofrecido a Israel algunos miembros de la Unión Europea y, por descontado, Estados Unidos, hasta que los ciudadanos han empezado a movilizarse y la inacción ha conllevado un coste político interno. No es seguramente una casualidad que la posición de Francia haya sido la más clara y la manifestación de París contra la invasión de Gaza la más numerosa de las celebradas en Europa.

De Naciones Unidas no se podía esperar una decisión contundente, debido al veto norteamericano. Pero sí resultaba plausible un mayor protagonismo de la organización. Era a ella, a su secretario general y a sus altos funcionarios, a quienes correspondía recordar infatigablemente que, sea cual sea la naturaleza de Hamás, los habitantes de Gaza no pueden ser sometidos a un férreo embargo de alimentos y medicinas, bombardeados desde el aire y, finalmente, abandonados al fuego cruzado entre el Ejército israelí y las milicias armadas. Tampoco hubiera estado de más una mayor presencia política en la zona, un desplazamiento del secretario general o algún alto responsable de la organización, para mostrar ante los diversos Gobiernos de la región su preocupación por el millón y medio de seres humanos encerrados en una ratonera y exigirles el cumplimiento escrupuloso del derecho humanitario.

La inacción de la comunidad internacional y, sobre todo, de Naciones Unidas, con todas las limitaciones que tiene su funcionamiento, no ha hecho más que alimentar el futuro del conflicto, por más que la llamarada actual haya de acabar un día. Cuando la guerra llama al maniqueísmo es cuando más hay que proclamar los matices y exigir que se actúe respetándolos. Hace una semana, era el momento de que alguien con autoridad internacional dijera que Hamás y los palestinos no son la misma cosa, y exigiera que el comportamiento de Israel lo tuviera en cuenta. Se ha dicho tarde y se ha dicho sin convicción, mientras el mundo calla.

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