domingo, 11 de enero de 2009

El mito de la monogamia

Eduard Punset

Cuentan las malas lenguas que en la década de los años 20 el presidente Coolidge de Estados Unidos estaba de visita oficial con su esposa en una granja. A cada uno se le asignó un itinerario distinto, de manera que cuando el guía le estaba explicando al presidente los secretos de un gallinero, le dijo: “Su esposa me ha recalcado que le recordara que el gallo que puede vivir en el corral rodeado de gallinas hace el amor todos los días”. A lo que el presidente Coolidge contestó con una pregunta: “¿Con una sola de ellas?”. “No, no, no” fue la respuesta inmediata del guía. “Pues dígaselo así a mi esposa” fue la réplica presidencial.

Parecería evidente que el presidente de los Estados Unidos en la década de los años 20 –no recordado, precisamente, por sus grandes aciertos– compartía, no obstante, con los biólogos del futuro la opinión de que la monogamia en la pareja no es una situación tan ‘natural’ como todavía hoy muchos siguen pensando.

La realidad de las últimas investigaciones, como las de los científicos norteamericanos David Barash y Judith Lipton -con quienes coincidí en México en La Ciudad de las Ideas-, son contundentes y podrían resumirse diciendo que entre los mamíferos y, particularmente, entre los primates sociales no es fácil constatar la monogamia como práctica habitual. Los pájaros, en cambio, son monógamos –aunque mucho menos de lo que pensábamos hasta hace muy poco tiempo–. Por último, tanto los pájaros como los humanos practican la monogamia social y la inversión parental, pero ambos son no monógamos desde la óptica puramente sexual.


Judith Eve Lipton (izq.), psiquiatra del Swedish Medical Center en Washington y David P. Barash (der.), su marido y psicólogo evolucionista de la Universidad de Washington, han escrito juntos el libro El mito de la monogamia. (Imagen: Smartplanet)

La conducta que podemos tildar de variedad sexual está condicionada no tanto por la búsqueda de la diversidad como por la de la calidad. En otras palabras, se otorga inconsciente o conscientemente una gran importancia a la salud y la belleza y, por lo tanto, a los genes. Ahora bien, la pregunta es inmediata y no puede hacerse esperar: ¿cómo se sabe dónde están los buenos genes? ¿Cómo puede saber un miembro de la pareja, que no cuenta con un microscopio ni con el equipamiento necesario, que los genes del otro son buenos?

Una especie de ranas –concretamente el macho de las ranas de árbol grises– nos da una primera pista. El macho que goza de mejor salud, y por consiguiente de mejores genes, tiene un canto inconfundiblemente más prolongado. Otras veces las señales no tienen que ver con el sonido, sino con los colores; sobre todo, en el mundo de los peces y los pájaros. En el caso de los humanos y de gran parte de insectos y mamíferos, la señal determinante es el nivel de fluctuaciones asimétricas; si este nivel es inferior al promedio, el organismo en cuestión está exteriorizando que su metabolismo funciona perfectamente y que, por lo tanto, sus genes son envidiables. En caso contrario –no hay simetría en las facciones– se está anticipando que las huellas del dolor y de las enfermedades han distorsionado el perfil hasta el punto de que su nivel de fluctuaciones asimétricas es superior al promedio; estamos contemplando el subproducto de genes defectuosos.

A los lectores a los que les cueste admitir el papel determinante de la simetría como detector de la ausencia de enfermedades, y consecuentemente de la belleza buscada, les recomiendo que recuerden que la mayoría de las decisiones que tomamos forma parte de los mecanismos del inconsciente. Son centenares de miles de años de experiencia que expresan, por la vía del inconsciente, una preferencia por la salud y la ausencia de dolor que escenifican una cara y un cuerpo simétricos. Claro, de estos lectores habrá a quienes les cueste más aún admitir que la mayoría de sus decisiones no son conscientes.

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